miércoles, 15 de febrero de 2012

Mensaje en una botella




      La policía encontró el cadáver en la bodega. No había marcas de violencia, a escasos centímetros estaba el hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. 
      Carlos Delgado era policía desde hacía mucho tiempo y, jamás en toda su vida profesional se había encontrado con un caso como el de esa mañana. Un muerto, un mensaje y el asunto más importante: una botella desaparecida. No se trataba de cualquier botella, era un Château Lafitte cosecha de mil setecientos ochenta y siete, cuyo valor aproximado rondaba los doscientos mil euros.
El muerto fue identificado como Alfonso Jiménez ––empleado––, había trabajado desde siempre en aquella bodega. El cadáver fue retirado bajo la atenta mirada del dueño. Mateo Sáez había heredado la bodega de sus padres. Generación tras generación había sido educada en la cultura del vino y por lo que Carlos había leído en alguna revista, dicha cultura no les había ido nada mal.
     Nadie podía explicar el significado críptico del mensaje: El vino del rey. Todas las botellas tenían contratado un seguro y aún así el rostro de Sáez parecía preocupado. Carlos apreció en los ojos del bodeguero un miedo irracional. Tras comprobar varias pruebas y hablar con el dueño, Carlos regresó a la comisaría para investigarle. Carecía de antecedentes policiales y no encontró nada que llamara la atención. Además, presentaba una sólida coartada para poder detenerle. Una llamada de teléfono del Anatómico Forense le comunicó que el resultado de la autopsia se le enviaría por fax. Al leerla, su primer pensamiento fue que esos tarugos de los forenses habían metido la pata. Según las pruebas realizada al cadáver, Jiménez tenía una edad aproximada de noventa años, pero no aparentaba más de treinta. 
    Equivocación o no, era un policía meticuloso así que investigaría al muerto. Al parecer en la red informática de la policía no aparecía nada sobre ningún Alfonso Jiménez. Abandonó la comisaría y se dirigió al juzgado, quería ver la partida de nacimiento de la víctima. Descubrió que no había nadie inscrito con ese nombre posterior a mil novecientos setenta. Se dirigió a la bodega para interrogar de nuevo a Mateo Sáez.
     Sáez recibió al policía y su actitud era la de un hombre atormentado por la culpa. El policía no necesitó presionarle para que hablara.
     ––De niño mi padre consiguió el Château Lafitte. Nunca me contó cómo lo hizo ni tampoco consintió en venderlo o tomarlo. Alfonso era su hombre de confianza , a su muerte se encargó de la bodega. Siempre me pareció un hombre diferente, pero conocía bien su trabajo. Con los años aprecié en él algo que lo distinguía del resto, no envejecía cómo los demás y disponía de una salud envidiable. Hasta los treinta años viajé mucho y cuando regresé a casa, una noche le descubrí bebiendo el Vino del rey.¡Alfonso me contó algo increíble! El vino contenía los componentes del elixir de la juventud. Al principio, pensé que se trataba de una burda mentira para que no lo despidiera, pero al observarle entendí que era cierto. Más tarde, descubrí el motivo por el que mi padre jamás bebió ese vino: temía vivir en soledad.
    ––¿ Por qué le mató?
    ––¡Fue un accidente! Había conocido a una mujer y quería contarle nuestro secreto.
    ––¿Usted escribió la nota?
    ––No, pero tampoco robé la botella. Discutimos, le empujé y al caer se golpeó la cabeza.
    ––Deberá acompañarme a comisaría.
    Sáez no se resistió y Carlos creía que el pobre tipo necesitaba una evaluación psiquiátrica. 
    Al salir de la bodega ninguno observó a una mujer en el interior de un coche. No aparentaba más de treinta años. Sonrió al pensar que ahora había descubierto más Château Lafitte. Pronto viajaría a Portugal para recuperar otras botellas de aquel líquido vital. No temía a la soledad, en cambio, sí a la vejez y a la muerte. Mademe Du Barry se retocó el maquillaje e introdujo en su boca un bombón de chocolate para después arrancar el motor de su coche.