jueves, 23 de agosto de 2012

LA CENA


Hoy es mi último día sobre esta tierra, no espero clemencia, no la merezco. En cambio, deseo revivir otros años en los que aún era inocente. Para ello sólo puedo utilizar la comida, nada entre estas rejas haría que recordara mi vida anterior. El guardia me ha mirado con extrañeza al pedir percebes y gambas, sin embargo, ha guardado un silencio respetuoso y se ha limitado a anotarlo en una pequeña libreta, cómo lo haría un camarero. El sabor de los percebes me llevarían sin error hasta  la lucha que manteníamos mi hermano y yo porque las olas no nos arrastrasen hasta al fondo de un mar furioso, cuando a escondidas, nos colgábamos y jugábamos con la muerte para conseguir unos cuantos kilos que venderíamos por cuatro perras. El guardia esperaba con tranquilidad, se le nota que era un hombre sosegado, a que escogiese mi primer plato. Pensé durante un segundo qué había ocurrido en mi vida tan importante como para que un plato me lo recordara. Y, entonces, ella apareció ante mí, no lo dudé, pedí: sashumi de salmón del Bidasoa con ensalada de espárragos de Navarra y un buen vino del Ribera del Duero para acompañarlo. El hombre alzó una ceja y con dificultad anotó el plato en su pequeña libreta. El sashumi me recordaba a ella, delicadas y suaves lonchas colocadas con cuidado sobre un plato, ella también era así, suave en sus formas y delicada con todo lo que la rodeaba. Pero aprecié sin querer el sabor amargo de la ensalada de espárragos, y con ello el recuerdo de su desdén, que borraría gracias a la botella de vino blanco de Ribera que pensaba tomarme hasta el final. El guardia no parecía compartir mis últimos gustos culinarios, así que me miró con interés a la espera de que dijera el plato que había elegido como segundo. Esta vez, el hombre esbozó una ligera sonrisa al anotar: filetes de lubina macerados con limón y ostras, con un buen tinto Rioja Crianza 2007. No sé en realidad el motivo de que escogiera ese plato, quizá por el precio que costaría al erario público aquella lubina con ostras o por darme el gusto de probar las ostras, ya que nunca me atrajeron demasiado gracias a su aspecto viscoso. Sin embargo, fuera cual fuera el motivo, sería mi último capricho en esta tierra. El vino, por el contrario, sería mi regalo para el hombre, que me acompañaría durante toda esa noche en mis angustiosos minutos de espera. Tomaría esa botella de Rioja con el guardia, un tipo silencioso, que se comportaba con discreción y anotaba con calma mi cena. Pensé en el último recuerdo que quería llevarme a la tumba y no lo dudé. Elegí una tabla de quesos asturianos con una botella de champán. Los quesos asturianos eran un recuerdo de mi niñez, los días en el monte, aquellos días lejanos y felices que se fueron entre mis dedos y dejaron sólo las sensaciones de olores y sabores que de nuevo quería  sentir. El champán siempre me evocaba mujeres hermosas, sus chisporroteantes burbujas eran tan alegres como el sonido de una risa femenina, su color dorado tan prometedor como el tacto de la piel y su sabor tan embriagador como los labios de una mujer amada. Aquel sería el menú que había escogido para mi última cena. Mi guardia cerró la pequeña libreta y salió de la celda.