martes, 30 de octubre de 2012

El Gran Café



Esa mañana, en la plaza del pueblo existía un bullicio inusual para la época del año. El camarero del Gran café miró el reloj impaciente, a esa hora, dos días antes había numerosas mesas libres. Pero, una muerte mejora el negocio y si la muerte es la de una turista japonesa y famosa escritora, el negocio triplica caja. Había servido cafés a varios periodistas, guardias civiles y demás curiosos. En una de las mesas, un japonés había pedido que le sirvieran un té. Había insistido en que fuera de una marca especial. Damián esperaba con la bandeja bajo el brazo a que el barman le dijera que ya estaba listo. Sin embargo, el japonés no dejaba de mirarle. El hombre tenía unas gafas negras que contrastaba con el color pálido de su piel, y, mostraba una expresión contenida que intentaba disimular. En su recorrido hasta la mesa Damián observó a los periodistas afanarse en entrevistar a los guardias civiles y, los guardias civiles en preguntar a los curiosos. Pasó entre la gente y sus comentarios sobre el asesinato cada vez eran más sórdidos, grotescos e incluso diría que soeces. Depositó con cuidado el té especial sobre la mesa y colocó el menú por si el japonés se animaba a gastar unos euros. Sin embargo, el tipo se quitó las gafas y fijó sus ojos enojados sobre él.

—¿Conocía a la muerta? –preguntó Sam por molestarle.
Damián, a quién todos llamaban Sam, por el pianista de la película de Casablanca. A veces se preguntaba el motivo de ese mote, no era de color, no tocaba el piano, pero salvo porque ambos trabajaban en un café nada justificaba aquel apodo.
—Sí –respondió el japonés.
—¿Era amiga suya?
—Era mi esposa.
—Lo siento –se apresuró a decir el camarero.
—Oh, gracias –dijo—. ¿Tiene un momento?
El camarero pareció desconcertado por la petición, pero no se negó ante la mirada desolada del hombre. Además, los clientes estaban más preocupados en sus conversaciones que en pedir ninguna consumición.
—Mi esposa hizo este viaje para poder escribir una historia. Durante varios días no tuve noticias de ella, pero cuando a Hiaki le devolvió el libro supe que algo le había pasado.
—¿Quién es Hiaki y de qué libro habla? –preguntó intrigado Sam.
Durante un instante el japonés pareció no comprender la pregunta, luego añadió:
—Hiaki era su editor y el libro, la última novela que aún no había escrito o al menos, eso creía –dijo con rabia.
Sam cada vez entendía menos sus palabras, pero había un odio soterrado en ellas que incluso él palpaba sin dificultad.
—Vine aquí a matarla –Sam echó su silla un paso para atrás—. No se asuste amigo, no fui yo quién la mató, cómo le dije vine para matarla, pero cuando llegué ya estaba muerta. Es gracioso, buscando entre sus papeles ella pensó lo mismo.
—¿Qué ha encontrado tan gracioso?
—Encargó mi muerte para el día de hoy.
—¿Qué ha dicho?
—Nada fuera de lo normal en el comportamiento de mi esposa. El problema Sam es que sé la hora y el lugar, pero dudo sobre quién. ¿Lo entiende?
Sam asintió asombrado por aquella confesión.
—¿Podría ayudarme?
—Yo –contestó aturdido Sam.
—Sí. Usted y yo podríamos descubrir a quién contrató mi esposa.
Sam se levantó de un salto de la silla.
—De eso hace mucho tiempo, ya no tocó ese tipo de música –dijo Sam emulando al protagonista de la famosa película.
El japonés agarró el brazo de Sam y le preguntó:
—¿Está seguro de ello?
—Mucho.
—¿Cuál fue su último cliente?
Sam se acercó al hombre y le dijo:
—Una engreída escritora japonesa.
Sam dibujó una sonrisa extraña en el rostro, se alisó el delantal y acudió a la llamada de un nuevo cliente. El japonés parecía desesperado ante aquella respuesta. Sam sólo había bromeado, no había podido resistirse a tomarle el pelo a ese turista. No había sido una buena idea y se giró para disculparse, entonces, un sonido de un disparo retumbó en el aire, a Sam algo caliente le descendió por el pecho. No podía respirar y las piernas le fallaron, una neblina espesa dificultó su visión. El japonés guardó el arma, en cambio, Sam contempló como en una vieja película muda, cómo los guardias civiles sacaban sus armas, los periodistas disparaban las cámaras y los curiosos salían despavoridos en todas direcciones. Entonces, el japonés gritó:
—Soy médico, dejen espacio –dijo, y al herido le susurró—: Ya no tocarás de nuevo Sam.