viernes, 24 de agosto de 2012

CUENTOS MACABROS




Ya conocemos el talento del ilustrador Benjamin Lacombe, que unido a la genialidad de la traducción de Julio Cortázar y las historias de Edgar Allan Poe, no pueden dar otro resultado que una obra excepcional. La editorial Edelvives ha recopilado varios de los cuentos de Poe como El gato negro,  uno de los mejores cuentos de terror, según numerosos críticos, escritos hasta el momento. Os recomiendo que saboreéis cada palabra con lentitud, pero también mirad las imágenes que subyugan al lector en un mundo irreal y opresivo, mediante una lectura de la categoría del  suspense y maquiavélico poder de atracción que evocan las pinceladas negras, grises y rojas de las ilustraciones de Lacombe.   Todo ello nos transportará a una eventual situación de pesadilla de la cual difícilmente escaparemos sin por ello pagar el precio de seguir leyendo.

jueves, 23 de agosto de 2012

LA CENA


Hoy es mi último día sobre esta tierra, no espero clemencia, no la merezco. En cambio, deseo revivir otros años en los que aún era inocente. Para ello sólo puedo utilizar la comida, nada entre estas rejas haría que recordara mi vida anterior. El guardia me ha mirado con extrañeza al pedir percebes y gambas, sin embargo, ha guardado un silencio respetuoso y se ha limitado a anotarlo en una pequeña libreta, cómo lo haría un camarero. El sabor de los percebes me llevarían sin error hasta  la lucha que manteníamos mi hermano y yo porque las olas no nos arrastrasen hasta al fondo de un mar furioso, cuando a escondidas, nos colgábamos y jugábamos con la muerte para conseguir unos cuantos kilos que venderíamos por cuatro perras. El guardia esperaba con tranquilidad, se le nota que era un hombre sosegado, a que escogiese mi primer plato. Pensé durante un segundo qué había ocurrido en mi vida tan importante como para que un plato me lo recordara. Y, entonces, ella apareció ante mí, no lo dudé, pedí: sashumi de salmón del Bidasoa con ensalada de espárragos de Navarra y un buen vino del Ribera del Duero para acompañarlo. El hombre alzó una ceja y con dificultad anotó el plato en su pequeña libreta. El sashumi me recordaba a ella, delicadas y suaves lonchas colocadas con cuidado sobre un plato, ella también era así, suave en sus formas y delicada con todo lo que la rodeaba. Pero aprecié sin querer el sabor amargo de la ensalada de espárragos, y con ello el recuerdo de su desdén, que borraría gracias a la botella de vino blanco de Ribera que pensaba tomarme hasta el final. El guardia no parecía compartir mis últimos gustos culinarios, así que me miró con interés a la espera de que dijera el plato que había elegido como segundo. Esta vez, el hombre esbozó una ligera sonrisa al anotar: filetes de lubina macerados con limón y ostras, con un buen tinto Rioja Crianza 2007. No sé en realidad el motivo de que escogiera ese plato, quizá por el precio que costaría al erario público aquella lubina con ostras o por darme el gusto de probar las ostras, ya que nunca me atrajeron demasiado gracias a su aspecto viscoso. Sin embargo, fuera cual fuera el motivo, sería mi último capricho en esta tierra. El vino, por el contrario, sería mi regalo para el hombre, que me acompañaría durante toda esa noche en mis angustiosos minutos de espera. Tomaría esa botella de Rioja con el guardia, un tipo silencioso, que se comportaba con discreción y anotaba con calma mi cena. Pensé en el último recuerdo que quería llevarme a la tumba y no lo dudé. Elegí una tabla de quesos asturianos con una botella de champán. Los quesos asturianos eran un recuerdo de mi niñez, los días en el monte, aquellos días lejanos y felices que se fueron entre mis dedos y dejaron sólo las sensaciones de olores y sabores que de nuevo quería  sentir. El champán siempre me evocaba mujeres hermosas, sus chisporroteantes burbujas eran tan alegres como el sonido de una risa femenina, su color dorado tan prometedor como el tacto de la piel y su sabor tan embriagador como los labios de una mujer amada. Aquel sería el menú que había escogido para mi última cena. Mi guardia cerró la pequeña libreta y salió de la celda. 

martes, 21 de agosto de 2012

LA HERENCIA



El abuelo nos reunió en el comedor a las cinco de la tarde. El calor era insoportable, la ropa se pegaba al cuerpo como una húmeda segunda piel. El abuelo fumaba su pipa y el olor me provocaba recuerdos aún más amargos sobre mi padre. El viejo carraspeó un par de veces para llamar nuestra atención. Mi prima Antonia, una mujer opaca casi sin color, parloteaba sin cesar con mi prima Encarna, que la naturaleza y su actitud por la vida habían envejecido. Encarna asentía con un movimiento continuo de cabeza que me evocó a los muñecos de plástico y articulados que se colocan, en mi opinión con mal gusto, en la guantera de los coches. Por mi parte odiaba ser convocado a esa hora de la tarde sin poder negarme. El abuelo esperó pacientemente a que Antonia se callara y sus ojos la reprendieron, un rojo bermellón ascendió por el cuello de mi prima e invadió su rostro. 
—Os he llamado por un motivo –dijo el abuelo, sin mirar a nadie en particular—. Antes de morir deseo repartir entre vosotros varias de mis bienes más preciados.
Esta vez fuimos nosotros quiénes nos miramos ante la sorpresa de sus palabras. Nunca fue un hombre generoso. Sin más preámbulos y con un gesto de la mano silenció la intervención de mi prima Encarna.
—Para Antonia,  el collar de perlas de la abuela.
Mi prima abrió su boca y dibujó una “o” perfecta con los labios por la sorpresa y pensé en el desperdicio de esas perlas sobre el cuello de aquella bruja, cuya única ocupación en su vida consistía en criticar a los demás. 
—Para Encarna, mi medallón de oro que un día me regaló  mi madre –continuó el abuelo.
Desde niño me había gustado esa medalla, representaba a una sirena tallada con una viveza increíble. A veces sin que él se enterara, me la colgaba al cuello y me miraba al espejo, entonces creía ver a esa sirena cobrar vida y pronunciar un sonoro canto embriagador y nostálgico de tierras lejanas.
—Para Eugenio  —el abuelo calló durante un segundo y vi en sus ojos una sonrisa maliciosa que no pronosticó nada bueno —. Para Eugenio, el barco en botella que traje de uno de mis viajes. 
¡No podía creerlo! El abuelo  me dejaba un puñetero barco de cerillas dentro de una botella de ron barato de cristal.
—Abuelo… —quise protestar, pero él me interrumpió.
—Guárdate las gracias, hijo, sé que cada uno de vosotros me recordará por mi generosidad.
¡Maldito viejo del demonio! En ese instante imaginé mil muertes a cuál menos agradable para mi querido abuelo. Si bien, nada podía hacer, al menos por ahora. Agarré mi botella de cristal y el abuelo se levantó de su asiento para dejarnos solos. Mis primas emocionadas no dejaban de engrandecer al abuelo.
—Muy bonita botella, un cristal estupendo –me dijo con sorna Antonia.
—Como tus perlas, quizá no sean tan buenas como crees. Yo si fuera tú tasaría ese collar, puede que te sorprenda su valor y todavía mi bonita botella de cristal sea mucho mejor recuerdo. 
Antonia guardó silencio, podía leer cómo su mente trabajaba de manera incansable, por averiguar los motivos del abuelo para dejarle aquel valioso collar de perlas. Regresé a mi casa y coloqué la botella en el suelo, antes me bebí dos cervezas. Observé la botella una y otra vez, me preguntaba por qué el abuelo había repartido aquellas cosas entre nosotros. Una idea atravesó mi mente, una historia que un día escuché a mi padre contar en secreto a mi madre. El abuelo y sus tesoros, el abuelo y sus botellas de cristal…




miércoles, 1 de agosto de 2012

UN ACUERDO ENTRE CABALLEROS



Las manos le dolían de fregar platos. Deseaba llegar a casa, ver a Percey y cenar los restos que habían sobrado de la comida. Estar a su lado era lo mejor y lo peor que la había pasado en la vida. No era estúpida, él había vivido de una manera muy diferente de ella. No sabía qué era el hambre, ni el trabajo duro, ni tampoco pasar necesidades. Su vida había transcurrido entre profesores, la universidad, noches con los amigos, cenas copiosas y bebida en exceso. Pero eso era lo que le había gustado de él, su forma tan distinta de ver la vida. 
Harriet se alegró cuando estuvo delante de la puerta de la pequeña casa que su padre le había alquilado. No era gran cosa, pero poco a poco la adecentaría. Percey no la esperaba en el porche fumando uno de sus cigarrillos y rodeado de panfletos revolucionarios que ella no entendía. Entró y la voz de su marido junto a otro hombre se acalló al verla. 
—Harriet, querida, me alegra tanto que hoy hayas vuelto más temprano.
Percey se levantó de la silla, la agarró por la cintura y la besó delante del caballero que había sentado en la mesa. No le gustó la forma en que ese hombre, vestido como un noble venido a menos, la miró. Su padre había destrozado mandíbulas por menos. 
—Cariño, te presento a Hott, es un amigo de la universidad. 
Harriet hizo una pequeña reverencia y Hott se acercó a ella, agarró su mano enrojecida por el jabón y la besó. El beso fue largo y profundo, cualquier esposo, hubiera recelado de su actitud, pero el suyo tenía unas ideas demasiado modernas, casi obscenas en cuanto al amor. 
—Señora Percey, llámeme Hott. Su marido me ha hablado mucho de usted y de sus cualidades. 
Sus palabras parecían esconder un doble significado.
—Siéntate a nuestro lado –le pidió Persey con una sonrisa.
—Mejor no, los dejaré solos para que puedan hablar de los viejos tiempos.
—Insisto, es importante –Persey la arrastró hasta la mesa.
—Harriet –dijo Hott— Es un nombre muy bonito.
A Harriet le molestó que le tuteara y, más aún, que su marido se lo permitiera. Ella era la hija de un posadero y no una zorra burguesa.
—Gracias –contestó y miró a su marido enfurecida.
—Querida, sabes que compartimos nuestro cuarto en Oxford.
—No sólo el cuarto –añadió Hott.
—Es verdad, lo hemos compartido todo.
—En eso difiero –dijo Hott mirando a Harriet a los ojos—. No todo.
—Pero eso va a cambiar –dijo Percey— ¿Verdad, querida?
Harriet no alcanzaba a entender qué le proponía su marido. 
—¿Qué va a cambiar?
Percey carraspeó una vez y luego continuó.
—Nuestra situación. Hott vendrá a vivir con nosotros. 
—¿Qué?
—Bueno, al principio, nos costará adaptarnos, pero no sería la primera vez. Haremos turnos y siempre podrás escoger según te apetezca.
Harriet cada vez entendía más o quería comprender menos las palabras de su marido. Su padre le decía que el día que estallara, ni el mismo Dios la detendría y ese día había llegado. No dijo una palabra, sólo abofeteó a Percey y lanzó un derechazo a la mandíbula de Hott, su padre se hubiera sentido orgullosa de ella. Después, se marchó con toda la dignidad de una dama de alcurnia.
Ambos hombres se masajearon los rostros. Hott fue el primero en hablar:
—Me dijiste que era algo salvaje. Pero no creí que lo fuera tanto.
—Ni yo tampoco Hott. Te aseguro que yo tampoco.