Hace treinta años, cuatro meses y seis días que espero una carta. Al principio ansiaba con desesperación la llegada del correo. Cuando escuchaba los pasos del guarda resonar en el pasillo, una pequeña esperanza se apoderaba de mí. Después de unos meses, averigüé que para alguien como yo, la esperanza es otro de los sueños que aniquila este lugar. El entrechocar de las llaves era lo primero que escuchaba, un sonido alentador y al mismo tiempo terrible, el metal te recordaba con más nitidez dónde estabas y por qué. Luego, unos pasos retumbaban sobre el cemento, como el golpetear de un martillo. Aunque era el crujido de las pequeñas ruedas del carro del correo, un sonido chirriante, grotesco dentro de aquel pabellón, el que acallaba la voz de cualquiera de nosotros. Entonces, el encargado de repartir las cartas se detenía ante mí y siempre le hacía la misma pregunta:
–Mike, ¿tengo correo?