Eran las seis de la mañana, cuando el teléfono
empezó a sonar de una manera insistente, el detective Martínez utilizó la
almohada para apaciguar ese sonido torturador. Pero con voz ronca y adormilada,
agarró el teléfono y emitió un graznido, su interlocutor no sabía muy bien qué
decir, él solo cumplía órdenes y despertar al detective Martínez no le haría más
popular en la comisaría. Un tipo se había suicidado y el inspector Montilla quería
que el detective Martínez se ocupara del caso.
El detective escuchó al policía, un joven rubio que
a veces por su aspecto hacía de topo en las manifestaciones juveniles, anotó
en un papel la dirección, aunque hasta que llegara a la escena del crimen no
prestaría atención a nada más que a una ducha. Luego, bebió un café y se vistió
despacio, se tomó su tiempo para ajustarse el nudo de la corbata, ya no le
molestaba las burlas de sus compañeros sobre su vestuario. Le gustaba vestir
como a los detectives de las viejas películas en blanco y negro. Después de
colocarse el sombrero se ató sus zapatos, sabía que estaba tardando demasiado, pero
qué cojones le importaba que el estirado del inspector, un niñato de apenas
treinta años, pensara de él y de su estilo de vestir. A esas alturas de su
carrera le daba igual el prometido ascenso, tenía cuarenta y ocho años y solo
se conformaba con cobrar la nómina a fin de mes. Introdujo su arma en la funda
y se puso la chaqueta. Ahora estaba preparado para su nuevo caso, un tipo se
había suicidado cortándose el cuello con un cuchillo jamonero en un centro
psiquiátrico.