Veía a la gente a mí alrededor mientras esperaba en el andén con la maleta
marrón, donde había metido las pocas pertenencias que poseía. El frío de ese
amanecer triste de despedidas, de amores imposibles y de familias rotas me
mostraba un futuro incierto. No dejaría que las lágrimas descendieran por mis
mejillas, ni el sufrimiento envolviera mis entrañas hasta ahogarme y tatuara la
huella de la incomprensión y la injusticia en ellas. Mi maleta me pesaba demasiado,
cuando solo contenía unos pocos recuerdos, que no permitiría que me arrancasen.
El tren se adentró por completo en la estación, ese dragón de metal que nos
llevaría a un lugar lejano, donde comenzar una nueva vida. Los pasajeros tomaron
posición de sus asientos; no necesitaba mirar atrás, nadie me despediría, me había negado a ello. Pronto regresaría, promesas envueltas en
una mentira, nadie regresaba, ¿quién lo haría? Escapar era un milagro, volver la mayor de las estupidez.
Sentía que un nuevo mundo se abría ante mí, y allí lucharía con uñas y
dientes por ser feliz. Mi dolor me acompañaba a cada avance del tren, un dolor profundo,
agudo, que aguijoneaba lo más hondo de mi ser, un dolor que camuflaba mi ira,
mi cólera contenida y mi frustración. Apreté los dientes para no llorar, no derramaría más lágrimas de miedo por abandonar todo lo que había conocido hasta
entonces.
Apoyé la cabeza sobre el cristal, era gratificante contemplar los campos
verdes que pasaban ante mis ojos, no entendía como aquella tierra albergaba tanto odio y también tanta pena. El pensamiento de abandonarla por una
oportunidad, no alejó de mi boca un sabor amargo.
El tren avanzaba sin vacilación, de pronto, apareció la siguiente
estación, sería un paso más hacia la libertad, un paso más hacia mi destino.