Era un día brillante, luminoso y hacía calor. Ambas nos
vestimos con unas camisetas de manga corta. Su parque preferido estaba
cerca de casa, había cogido su cubo para la arena y la muñeca a la que
llamaba Kati, que estaba despeinada y siempre llevaba un calcetín, un
día desapareció el compañero y nunca se supo más de él.
Al
llegar, el columpio no estaba ocupado, así que Candela se dirigió con
una gran sonrisa en la boca y aire de satisfacción hacía él. No había
otro niño para ocupar aquel objeto deseado por la mayoría de los
visitantes infantiles.
Permanecí cerca de ella, sentada en el
banco que me facilitaba la visión completa del columpio y de Candela.
Cerré los ojos sólo un segundo, un maldito y funesto segundo, algo que
no me perdonaré mientras viva. Al abrir los ojos de nuevo, el columpio
estaba vacío, el movimiento del mismo me indicaba que no hacía mucho que
Candela se había bajado de él.
Observé a todos los que estaban en el parque y no lograba verla. Su
camiseta roja llamaba la atención, llevaba unas pequeñas mariposas
bordadas en ella. Empecé a inquietarme, miré con desesperación alrededor
y grité su nombre, mientras recorría cada uno de los rincones de aquel
parque. Candela ya no estaba allí, había desaparecido.
Casi no
podía respirar, sin embargo, sabía que si me dejaba llevar por la
histeria no podría ayudar a mi hija. Atroces pensamientos me
atormentaban y ni siquiera tenía a Kati.
Alguien había llamado a
la policía, el hombre de uniforme que me hacía preguntas y al que yo
contestaba sin saber muy bien qué decía. También habían llamado al padre
de Candela, su mirada era la peor de las recriminaciones, me sentía tan
culpable, que el aire había dejado de entrar en mis pulmones y
amenazaba con ahogarme. El policía fue consciente de ello, en el mismo
instante en que caí al suelo.
Desperté en una ambulancia, durante
un segundo no recordé por qué me encontraba allí, durante ese segundo
volví a respirar. Logré convencer al médico de que estaba bien, supongo
que las cápsulas que me hizo tragar alivió la situación. Ahora, podía
notar de nuevo, que el aire llegaba hasta mis pulmones.
La noche
se hizo eterna, durante horas miré la pared del comedor. En silencio
observé la oscuridad. Mi mente no dejaba de atormentarse, de
culpabilizarse hasta el extremo de querer morir, de acabar con aquella
agonía que me había producido diez
canas prematuras en un par de
horas. Recé, supliqué, imploré porque ella apareciera, me daba igual
quien escuchara mis lamentos, sólo esperaba que alguien lo hiciera.
Cuando
sonó el timbre de la puerta, y entró un policía, el miedo me inmovilizó
por completo. El agente me sonrió, eso hizo que me agarrara a su
uniforme con desesperación, que llorara hasta que no quedó ninguna
lágrima que derramar. El policía aguantó paciente aquel despliegue de
tensión que no podía controlar, el temblor de mi cuerpo era tal que el
buen hombre sólo pudo sujetarme para que no cayera. La habían
encontrado, estaba bien, algo aturdida y no sabía explicar qué había
ocurrido.
No volví a ese parque, no podía atravesar sus puertas
sin que el temor me recorriera la espina dorsal y, ella nunca quiso más
su camiseta roja.
En el segundo que dura un aleteo de mariposa todo cambió.