martes, 21 de agosto de 2012

LA HERENCIA



El abuelo nos reunió en el comedor a las cinco de la tarde. El calor era insoportable, la ropa se pegaba al cuerpo como una húmeda segunda piel. El abuelo fumaba su pipa y el olor me provocaba recuerdos aún más amargos sobre mi padre. El viejo carraspeó un par de veces para llamar nuestra atención. Mi prima Antonia, una mujer opaca casi sin color, parloteaba sin cesar con mi prima Encarna, que la naturaleza y su actitud por la vida habían envejecido. Encarna asentía con un movimiento continuo de cabeza que me evocó a los muñecos de plástico y articulados que se colocan, en mi opinión con mal gusto, en la guantera de los coches. Por mi parte odiaba ser convocado a esa hora de la tarde sin poder negarme. El abuelo esperó pacientemente a que Antonia se callara y sus ojos la reprendieron, un rojo bermellón ascendió por el cuello de mi prima e invadió su rostro. 
—Os he llamado por un motivo –dijo el abuelo, sin mirar a nadie en particular—. Antes de morir deseo repartir entre vosotros varias de mis bienes más preciados.
Esta vez fuimos nosotros quiénes nos miramos ante la sorpresa de sus palabras. Nunca fue un hombre generoso. Sin más preámbulos y con un gesto de la mano silenció la intervención de mi prima Encarna.
—Para Antonia,  el collar de perlas de la abuela.
Mi prima abrió su boca y dibujó una “o” perfecta con los labios por la sorpresa y pensé en el desperdicio de esas perlas sobre el cuello de aquella bruja, cuya única ocupación en su vida consistía en criticar a los demás. 
—Para Encarna, mi medallón de oro que un día me regaló  mi madre –continuó el abuelo.
Desde niño me había gustado esa medalla, representaba a una sirena tallada con una viveza increíble. A veces sin que él se enterara, me la colgaba al cuello y me miraba al espejo, entonces creía ver a esa sirena cobrar vida y pronunciar un sonoro canto embriagador y nostálgico de tierras lejanas.
—Para Eugenio  —el abuelo calló durante un segundo y vi en sus ojos una sonrisa maliciosa que no pronosticó nada bueno —. Para Eugenio, el barco en botella que traje de uno de mis viajes. 
¡No podía creerlo! El abuelo  me dejaba un puñetero barco de cerillas dentro de una botella de ron barato de cristal.
—Abuelo… —quise protestar, pero él me interrumpió.
—Guárdate las gracias, hijo, sé que cada uno de vosotros me recordará por mi generosidad.
¡Maldito viejo del demonio! En ese instante imaginé mil muertes a cuál menos agradable para mi querido abuelo. Si bien, nada podía hacer, al menos por ahora. Agarré mi botella de cristal y el abuelo se levantó de su asiento para dejarnos solos. Mis primas emocionadas no dejaban de engrandecer al abuelo.
—Muy bonita botella, un cristal estupendo –me dijo con sorna Antonia.
—Como tus perlas, quizá no sean tan buenas como crees. Yo si fuera tú tasaría ese collar, puede que te sorprenda su valor y todavía mi bonita botella de cristal sea mucho mejor recuerdo. 
Antonia guardó silencio, podía leer cómo su mente trabajaba de manera incansable, por averiguar los motivos del abuelo para dejarle aquel valioso collar de perlas. Regresé a mi casa y coloqué la botella en el suelo, antes me bebí dos cervezas. Observé la botella una y otra vez, me preguntaba por qué el abuelo había repartido aquellas cosas entre nosotros. Una idea atravesó mi mente, una historia que un día escuché a mi padre contar en secreto a mi madre. El abuelo y sus tesoros, el abuelo y sus botellas de cristal…