miércoles, 1 de agosto de 2012

UN ACUERDO ENTRE CABALLEROS



Las manos le dolían de fregar platos. Deseaba llegar a casa, ver a Percey y cenar los restos que habían sobrado de la comida. Estar a su lado era lo mejor y lo peor que la había pasado en la vida. No era estúpida, él había vivido de una manera muy diferente de ella. No sabía qué era el hambre, ni el trabajo duro, ni tampoco pasar necesidades. Su vida había transcurrido entre profesores, la universidad, noches con los amigos, cenas copiosas y bebida en exceso. Pero eso era lo que le había gustado de él, su forma tan distinta de ver la vida. 
Harriet se alegró cuando estuvo delante de la puerta de la pequeña casa que su padre le había alquilado. No era gran cosa, pero poco a poco la adecentaría. Percey no la esperaba en el porche fumando uno de sus cigarrillos y rodeado de panfletos revolucionarios que ella no entendía. Entró y la voz de su marido junto a otro hombre se acalló al verla. 
—Harriet, querida, me alegra tanto que hoy hayas vuelto más temprano.
Percey se levantó de la silla, la agarró por la cintura y la besó delante del caballero que había sentado en la mesa. No le gustó la forma en que ese hombre, vestido como un noble venido a menos, la miró. Su padre había destrozado mandíbulas por menos. 
—Cariño, te presento a Hott, es un amigo de la universidad. 
Harriet hizo una pequeña reverencia y Hott se acercó a ella, agarró su mano enrojecida por el jabón y la besó. El beso fue largo y profundo, cualquier esposo, hubiera recelado de su actitud, pero el suyo tenía unas ideas demasiado modernas, casi obscenas en cuanto al amor. 
—Señora Percey, llámeme Hott. Su marido me ha hablado mucho de usted y de sus cualidades. 
Sus palabras parecían esconder un doble significado.
—Siéntate a nuestro lado –le pidió Persey con una sonrisa.
—Mejor no, los dejaré solos para que puedan hablar de los viejos tiempos.
—Insisto, es importante –Persey la arrastró hasta la mesa.
—Harriet –dijo Hott— Es un nombre muy bonito.
A Harriet le molestó que le tuteara y, más aún, que su marido se lo permitiera. Ella era la hija de un posadero y no una zorra burguesa.
—Gracias –contestó y miró a su marido enfurecida.
—Querida, sabes que compartimos nuestro cuarto en Oxford.
—No sólo el cuarto –añadió Hott.
—Es verdad, lo hemos compartido todo.
—En eso difiero –dijo Hott mirando a Harriet a los ojos—. No todo.
—Pero eso va a cambiar –dijo Percey— ¿Verdad, querida?
Harriet no alcanzaba a entender qué le proponía su marido. 
—¿Qué va a cambiar?
Percey carraspeó una vez y luego continuó.
—Nuestra situación. Hott vendrá a vivir con nosotros. 
—¿Qué?
—Bueno, al principio, nos costará adaptarnos, pero no sería la primera vez. Haremos turnos y siempre podrás escoger según te apetezca.
Harriet cada vez entendía más o quería comprender menos las palabras de su marido. Su padre le decía que el día que estallara, ni el mismo Dios la detendría y ese día había llegado. No dijo una palabra, sólo abofeteó a Percey y lanzó un derechazo a la mandíbula de Hott, su padre se hubiera sentido orgullosa de ella. Después, se marchó con toda la dignidad de una dama de alcurnia.
Ambos hombres se masajearon los rostros. Hott fue el primero en hablar:
—Me dijiste que era algo salvaje. Pero no creí que lo fuera tanto.
—Ni yo tampoco Hott. Te aseguro que yo tampoco.