viernes, 5 de julio de 2013

El cantar del lobo XV


Adele parecía un animal enjaulado. No dejaba de moverse de un lado a otro de la cocina. Las chicas la miraban y cuchicheaban sobre su comportamiento. Todo el mundo en Aguas Grises hablaba de Arrow y del lobo de la bruja. Creía que realmente enloquecería si no ayudaba a Sombra. Imaginar que su amigo podía ser torturado a manos de ese bastardo le provocaba arcadas. 
–¡Sara, basta  ya! –gritó la señora Ticken–. ¡Vosotras! –Señaló la cocinera con un dedo al resto de las muchachas–. ¡La próxima holgazana que vea se encargará de las letrinas!–. Ante las palabras de la señora Ticken todas regresaron obedientes y en silencio a sus tareas.
La mujer agarró del brazo a Sara y le dijo:
–Muchacha, no sé qué diablos has hecho, pero el maestro Duncan quiere hablar contigo. –En la cocina se extendió un silencio sepulcral al oír pronunciar el nombre de ese pájaro de mal agüero. El maestro Duncan era respetado por muchos, aunque la mayoría sólo le temían. Sara sintió un escalofrío en la espina dorsal, ahora se enfrentaría al viejo, aunque antes se defendería con uñas y dientes. Rozó con la yema de los dedos el puñal de su madre oculto en el fajín de su falda cuando añadió la cocinera–.   Últimamente todos quieren hablar contigo, yo si fuera tú, me andaría con ojo. No es bueno que la gente como nosotros se mezcle con esa gente. Al final siempre somos nosotros quienes pierden.
–Señora Ticken no se preocupe –sonrió Adele–. Le aseguro que sé cuidarme de todos ellos.
  La cocinera vio como la joven abandonaba la cocina y pensó que aquella sonrisa la había visto con anterioridad, aunque no lograba recordar dónde.

Adele golpeó la puerta. Esperó a que el maestro Duncan le diera permiso para entrar. La voz del anciano era engañosa, en nada, se asemejaba a un hombre de edad avanzada. La joven sabía que su aspecto era una máscara. Duncan era fuerte y muy poderoso. 
–Querida niña, pasa y siéntate a mi lado–. Duncan señaló un taburete cerca del fuego. 
El maestro se había cobijado muy cerca de la chimenea debajo de varias mantas de pieles. El castillo de Aguas Grises no protegía a sus habitantes demasiado bien de las inclemencias del duro invierno. Adele aguardó en silencio a que Duncan le hablara. El hombre durante un instante solo miró el fuego. 
–Maestro Duncan, he de volver –interrumpió Adele– al trabajo. 
–Claro, claro –El viejo pareció regresar de algún lugar que sólo él había visitado–. Lamento que tu lobo esté en manos de Arrow. 
Adele apretó los dientes y sintió una rabia tan profunda que se puso en pie.
–Es eso todo –pronunció enfurecida.
–Cálmate y siéntate de nuevo –Los ojos del anciano la intimidaron lo suficiente para obedecer–. Esa rabia no te conducirá con sabiduría. 
–No quiero sabiduría, sólo venganza.
–Mala consejera, pero necesaria –dijo dándole unos cuantos golpecitos en las manos.
–¿Quién es el Cuervo? –pronunció de repente Adele.
–¿Dónde has oído ese nombre? –Duncan no pudo evitar notar un estremecimiento que no pasó inadvertido para la joven.
–Reim lo dijo antes de morir. 
–Un buen amigo y un buen soldado –sentenció el brujo. Luego, el viejo maestro pareció perderse de nuevo en un mundo de recuerdos ajenos a la princesa.
–¿Lo conocéis?
–Sí.
Adele estaba a punto de agarrar la figura frágil del anciano y sacarle a golpes todo lo que sabía. Su tranquilidad la exasperaba, pero sabía que Duncan no diría una palabra, aunque lo sometiera a la peor de las torturas. En él todo estaba medido, tanto que hasta esa actuación también era parte de una comedia.
–¡Por favor! ¡Dilo de una maldita vez! –Duncan sonrió complacido–. ¿Qué queréis?
–Creí que no habías aprendido nada de nuestras lecciones.
–No os preocupéis, nunca las he olvidado –respondió Adele con otra sonrisa.
–Quiero que Treim ocupe el trono y tú te cases con él.
–¡Eso nunca ocurrirá! –auguró Adele con obstinación. Jamás se uniría a ese engendro del Norte. Era sanguinario y cruel, tan cruel como su padre. 
–Entonces, no tendrás la venganza con la que tanto sueñas. –El anciano hizo un movimiento con las manos indicándole que ya podía marcharse.
–¿Por qué? ¿Qué ganáis vos con ello?
El maestro la miró fijamente a los ojos y después con una frialdad que le heló la sangre contestó:
–Tan sólo mi venganza, querida niña.