viernes, 14 de febrero de 2014

El cantar del lobo XXIII



     Adele se sintió orgullosa de su aspecto. Por primera vez, no se avergonzaba de su desnudez. Había caminado varias yardas de terreno y atravesado el Bosque de los Ahorcados. Su cuerpo manchado de sangre le otorgaba una salvaje fiereza. Los hombres que vigilaban las almenas al verla aparecer se quedaron por igual maravillados y temerosos de la estampa que presentaba aquella mujer. Su desnudez era embriagadora y la autoridad de sus ojos avasalladora. 
     –¡Daos a conocer! –gritó el viejo guardia. Se maldijo esa noche, parecía que todos los seres extraños habían decidido acercarse al castillo al mismo tiempo.
–¡Soy la princesa Adele, la futura reina de estas tierras! –gritó con fuerza la joven, luego apretó los puños y amenazó a todos ellos–. ¡Os advierto, no tendré piedad si osáis desobedecerme!
     El viejo guardia había pensado en un descanso más placentero que pasar el resto de sus días en una mazmorra. Así que ordenó abrir las puertas. Adele penetró en el castillo sin temor. El tiempo de ocultarse había acabado, ahora todo el mundo conocería que ella era la legítima heredera de Sirkan. 
     Las voces en el patio alertaron al maestro Duncan, quien en compañía de su antiguo aprendiz se asomó a una de las ventanas.
     –Sigue siendo muy hermosa. –Duncan reconoció en la voz de Gallagan la lujuria. 
    –Sí, es hermosa y digna hija de Sirkan. 
    –¿Es una amenaza?
   –No, una advertencia, ¿qué crees que hará cuando averigüe que tú eres el Cuervo?
     Gallagan apretó con fuerza el cuello del viejo. El brujo no intentó defenderse, sabía que sería una pérdida de fuerza inútil. No lo mataría, no mientras le fuera útil a su causa. 
     –No creo que nos convenga a ninguno de los dos –sentenció el aprendiz y soltó al brujo. El anciano cayó con un sonoro golpe al suelo, pero se mantuvo inmóvil, sin ninguna intención de levantarse. La estampa que mostraba su antiguo aprendiz era temible. Algo oscuro oscilaba sobre él, tan oscuro que incluso Duncan no pudo evitar sentir temor. 
      Gallagan miró de nuevo a la joven. Se preguntó dónde se encontraba Sombra, el fiel lobo de la princesa. Nadie conocía mejor a ese maldito espíritu que él. Se acarició la cicatriz que aún conservaba de aquel fatídico encuentro. Pero, el cuerpo desnudo de la joven despertó en él sensaciones que había desterrado en lo más profundo de su ser para convertirse en un nigromante. Los muertos habían sido claros, tanto como para pronosticarle que en sus manos se hallaba el poder de un reino. Sólo tenía que encontrarlo y sabía que ya lo había alcanzado. El resto claudicaría bajo su poder. 
La señora Ticken no podía dar crédito a lo que veían sus cansados y viejos ojos cuando Adele entró en las cocinas. La chica a la que le había ordenado pelar cientos de sacos de patatas no era otra que la princesa. ¿Cómo había sido tan estúpida para no advertirlo? La mujer se inclinó en una respetuosa reverencia cuando los ojos de la joven se fijaron en ella. 
–Señora Ticken, ¿podría facilitarme algo con lo que cubrir mi cuerpo? –Adele no se avergonzaba de su desnudez pero las doncellas la miraron sonrojadas y los ayudantes no podían dejar de observarla. 
–¡Rose! ¡Trae uno de los manteles de celebraciones! –La chica se apresuró a cumplir la orden. Cuando cubrió con uno de ellos a la princesa le sonrió con timidez. Adele pensó que la muchacha, casi de su misma edad, sería su doncella personal. No confiaba en nadie del castillo y Rose había llegado esa misma semana de un pueblo cercano. No tenía ni idea de cómo cuidar a una dama, pero eso a Adele le traía sin cuidado. Tan solo quería a su lado alguien al que no hubieran puesto en contra de ella. 
–Deberíamos prepararos un baño –dijo la señora Ticken con una débil voz, impropia de la mujer–. Después, será difícil quitar esas manchas de sangre. 
Adele asintió con una sonrisa.
–Tiene usted razón, señora Ticken –la mujer la miró sin comprender el odio que enervaba de sus ojos–. La sangre es difícil de quitar y mucho más de olvidar. 
Todos la vieron alejarse de la cocina, con la espalda recta, vestida con uno de los manteles, con el pelo manchado de sangre y barro. Pero, ninguno podía negar, que Adele se había convertido en una reina.