viernes, 14 de septiembre de 2012

EL CANTAR DEL LOBO II






      El suelo había desparecido a sus pies. Unas manos apretaban su garganta impidiéndole respirar. El miedo se apoderó de ella, un miedo que recorrió su piel con rapidez. Entonces, escuchó la voz de su madre. Adele alargó la mano con desesperación hacia ella, pero su imagen se alejó hasta borrarse en la lejanía de la nada.




Abrió los ojos y contempló el bosque que la rodeaba, su desnudez cubierta por su cabello y al lobo a su lado. Desde la noche en que asesinaron a su madre, soñaba una y otra vez el mismo sueño. Un sueño que no podía interpretar. Su pesadilla le dejaba un sabor amargo y la impotencia de no recordar las palabras de su madre. La joven agitó el fuego con una rama. El lobo colocó su cabeza sobre el regazo de su amiga. Adele acarició con sus largos dedos sus orejas, el animal cerró los ojos complacido. Pequeños copos de nieve amenazaban con desencadenar una nevada mucho mayor. El castillo no estaba muy lejos, al amanecer liberaría a su hermano. Aún le costaba creer que Sirkan había muerto y, mucho más, que era libre.

      En el campamento, el rey Sirkan, gracias al capricho de los dioses, no había muerto en la batalla, aunque no podía decir lo mismo de sus hombres. A excepción del capitán de uno de sus regimientos y dos de sus siervos, el resto había perecido en el combate. La herida que atravesaba su pecho lo conduciría a la tumba, tal y como había pronosticado su hija. Odiaba a esa muchacha hasta lo más profundo de su corazón. La odiaba por su parecido con Feián, su amada esposa; la odiaba por qué cada vez que la veía le recordaba todo lo que había perdido. La odiaba por el hecho de respirar, mientras Feián se pudría en la tierra. Agarró con desesperación el brazo del capitán, un joven soldado al que no había visto nunca, debía tratarse de algún hijo de uno de sus lores que le brindaban vasallaje durante unos años. El joven  mostraba  un corte en la mejilla que no dejaba de sangrar.
    —¡Jurádmelo! –balbuceó el rey.
   —Mi señor, ¿qué debo jurar? –preguntó el joven, aunque sabía que Sirkan no vería otro amanecer le dijo—: Guardar vuestras fuerzas, pronto llegaremos al castillo y allí os curarán.
   —Nada ni nadie podrá salvarme, pero vos me ayudaréis a redimir mi alma.
     El capitán lo miró sin comprender, el rey le obligó a pegar su oído derecho a sus labios y con sus últimas fuerzas le pidió:
   —Encuéntrala y mátala –calló durante un instante y un pequeño hilo de sangre brotó de sus labios—. ¡Jurádmelo por vuestra alma!
   —¿A quién debo encontrar? – preguntó el capitán sin dudarlo—. Os prometo que haré lo que me habéis pedido.
   —A mi hija.
  —¡Mi rey! –exclamó el joven impresionado por su petición.
   —Es una bruja, una maldita bruja que merece ser quemada en la hoguera.
    El capitán asintió sorprendido por las palabras de Sirkan. El rey aferró con más fuerza el brazo del capitán y le exigió una respuesta.
    —Haced lo que os he pedido o recaerá sobre vos la condena y sufrimiento de mi alma.
   —Se hará lo que me habéis pedido –el capitán colocó una  mano en el pecho y la otra sobre su espada—. Os juró que cumpliré vuestro deseo por salvación de vuestra alma.
  El capitán omitió decir que pensaba que posiblemente con aquel acto condenaría la suya. Pero había hecho un juramento.
    El rey Sirkan exhaló su último aliento y murió con una sonrisa en los labios. El capitán le cerró los ojos avergonzado de su promesa. Colocó el cuerpo de Sirkan sobre su montura y se dirigió al Castillo de Aguas Grises.