domingo, 14 de abril de 2013

El cantar del lobo XIII




Esa mañana, Adele se encontraba limpiando las habitaciones de la vieja dama Conrad. Mary, la segunda doncella encargada del cuarto, estaba enferma y no había nadie más que pudiera realizar dicha tarea. El funeral de su hermano se celebraría ese día, las lágrimas descendieron por su rostro al pensar en su muerte. Reim había pronunciado el nombre del asesino antes de morir. Debía darse prisa en averiguar quién era. Su identidad como criada no le duraría mucho tiempo. A pesar de que nadie recordaba ya su rostro, no confiaba en que Kendrick no la traicionara. En su interior, temía que el peso de la culpa por no haber podido salvar a su hermano, le obligara a cometer algún error que la delatara. Se quitó de golpe las lágrimas con el envés de la mano cuando escuchó entrar a lady Conrad junto a varias damas. Adele no reconoció a ninguna de ellas. Aquellas viejas señoras que olían a aceites y parloteaban sin cesar como cotorras amaestradas no se fijaron en una doncella de rostro blanquecino y profundas ojeras. Adele hizo una leve inclinación y se dispuso a marcharse, pero la voz de lady Conrad la detuvo.
–¡Chica! –Adele ni siquiera se giró por temor a que la reconociera, pero tuvo que hacerlo o sospecharía de su comportamiento–. ¿Dónde está Mary?
–Está enferma.
–Esa holgazana siempre está enferma, un día de estos voy a despedirla. 
–Se lo diré señora.
–Muy bien chica, espera un momento, quiero saber si la señora Ticken hace bien su trabajo. Últimamente contrata muchachas que solo piensan en retozar con nuestros apuestos soldados. El resto de damas que la acompañaban emitieron sonoras carcajadas al oír sus palabras.
Lady Conrad inspeccionó la habitación y quedó satisfecha con el resultado. Adele había adornado el cuarto con un bello ramo de flores que desprendía un olor agradable. Así que con un gesto de la mano la despidió. De nuevo, Adele hizo una graciosa reverencia y se marchó.
–Al menos, la chica sabe mostrar respeto a sus señores –escuchó la princesa al cerrar la puerta.
Odiaba a esa mujer que se había apoderado del castillo de su madre. Se prometió por el recuerdo de su madre que algún día echaría a todos ellos.
Se dirigió de nuevo a la cocina, la señora Ticken se afanaba en preparar la comida de difuntos, todo era sobrio pero consistente. Un estofado de cordero sería el plato principal, no había ningún dulce para el postre, solo una bandeja de diferentes quesos y mucho vino. La señora Ticken  sabía que en los entierros se bebía mucho más que se comía. Adele salió fuera un segundo, necesitaba contener el dolor que sentía por la muerte de su hermano.
–¡Sara! –gritó la señora Ticken–. ¡Maldita muchacha! ¿Dónde estás?
Adele entró y esperó a que la cocinera le ordenara qué hacer. 
–Enhorabuena muchacha, has ascendido –Adele la miró sin comprender–. Lady Conrad quiere que la arregles para el funeral.
–Si señora.
–Muchacha ten cuidado –la cocinera se aseguró de que no había nadie escuchándolas–. Nunca me gustó esa mujer, es mezquina y ambiciosa.
–Gracias, señora Ticken tendré cuidado. 
Adele se juró que si alguna vez recuperaba su castillo la señora Ticken sería debidamente recompensada. Después, salió de la cocina y subió a las habitaciones, lady Conrad la esperaba con un recargado vestido de seda negra, cuyo cuello estaba bordeado con unas inmaculadas perlas. Adele apretó los puños al reconocer las perlas que habían pertenecido a la familia de su madre. 
–¡Oh, Sara! Necesito estar espléndida para el entierro.
–Claro, señora. 
Lady Conrad no era tan vieja como todos suponían, sin embargo, era una mujer delgada, carecía casi de formas femeninas y su piel había sufrido algún tipo de acné demasiado violento, lo que le había dejado unas profundas cicatrices que se afanaba en disimular bajo capas de polvo de arsénico que había empeorado aún más su piel. Poseía un pelo del mismo color pajizo que el trigo en verano. Sus ojos carecían de calidez y miraban a todo el mundo con una superioridad enervante. Pero apenas había llegado a los cuarenta, aunque aparentaba muchos más. 
Adele comenzó a trabajar, con cuidado maquilló su rostro, sabía qué contenía aquellos polvos, también que su uso excesivo la envenenaría, pero usó una doble capa, lo que disimuló las cicatrices y agradó notablemente a lady Conrad. Después, peinó sus cabellos en un recogido algo más favorecedor de a lo que estaba acostumbrada. Cuando lady Conrad se miró en el espejo se sintió bella por primera vez en su vida.
–Eres una auténtica bruja –le dijo con admiración.
–No sabe cuánto, mi señora –susurró Adele con una enigmática sonrisa, pero lady Conrad estaba demasiado ocupada con disfrutar de su imagen para advertir nada más. 
–Desde hoy ocuparás el puesto de Mary, serás mi doncella personal.
Unos golpes interrumpieron la conversación. Lady Conrad con un gesto de la mano le indicó que abriera. Al hacerlo Adele creyó que le faltaba la respiración, pero el maestro Duncan le sonrió, la joven se retiró de la puerta y lo dejó entrar temerosa de que la traicionara.
–Señora, ¿está preparada? 
–Por  supuesto, maestro Duncan.
–Os noto mucho más hermosa esta mañana.
–Todo se lo debo a las manos mágicas de mi doncella. 
Adele permanecía en silencio mientras sus ojos miraban la punta de sus zapatos. 
–Hay personas que tienen la magia en la sangre, quizá su doncella sea una de ellas. 
–Esperemos que no, con una bruja en la familia ya es suficiente.
Los ojos de Adele y el maestro Duncan se encontraron durante un instante y la sonrisa que la joven vio dibujada en los del viejo la tranquilizó.
–Señora, su esposo nos espera.
Cuando ambos salieron de la habitación, Adele se apoyó en la puerta por miedo a que sus piernas no la sostuvieran. Ignoraba por qué el maestro Duncan había guardado silencio, pero ahora, dos personas en el castillo sabían de su existencia y no podía confiar en ninguna de ellas.