domingo, 5 de febrero de 2012

Un segundo




Era un día brillante, luminoso y hacía calor. Ambas nos vestimos con unas camisetas de manga corta. Su parque preferido estaba cerca de casa, había cogido su cubo para la arena y la muñeca a la que llamaba Kati, que estaba despeinada y siempre llevaba un calcetín, un día desapareció el compañero y nunca se supo más de él.
Al llegar, el columpio no estaba ocupado, así que Candela se dirigió con una gran sonrisa en la boca y aire de satisfacción hacía él. No había otro niño para ocupar aquel objeto deseado por la mayoría de los visitantes infantiles.
Permanecí cerca de ella, sentada en el banco que me facilitaba la visión completa del columpio y de Candela. Cerré los ojos sólo un segundo, un maldito y funesto segundo, algo que no me perdonaré mientras viva. Al abrir los ojos de nuevo, el columpio estaba vacío, el movimiento del mismo me indicaba que no hacía mucho que Candela se había bajado de él.
Observé a todos los que estaban en el parque y no lograba verla. Su camiseta roja llamaba la atención, llevaba unas pequeñas mariposas bordadas en ella. Empecé a inquietarme, miré con desesperación alrededor y grité su nombre, mientras recorría cada uno de los rincones de aquel parque. Candela ya no estaba allí, había desaparecido.
Casi no podía respirar, sin embargo, sabía que si me dejaba llevar por la histeria no podría ayudar a mi hija. Atroces pensamientos me atormentaban y ni siquiera tenía a Kati.
Alguien había llamado a la policía, el hombre de uniforme que me hacía preguntas y al que yo contestaba sin saber muy bien qué decía. También habían llamado al padre de Candela, su mirada era la peor de las recriminaciones, me sentía tan culpable, que el aire había dejado de entrar en mis pulmones y amenazaba con ahogarme. El policía fue consciente de ello, en el mismo instante en que caí al suelo.
Desperté en una ambulancia, durante un segundo no recordé por qué me encontraba allí, durante ese segundo volví a respirar. Logré convencer al médico de que estaba bien, supongo que las cápsulas que me hizo tragar alivió la situación. Ahora, podía notar de nuevo, que el aire llegaba hasta mis pulmones.
La noche se hizo eterna, durante horas miré la pared del comedor. En silencio observé la oscuridad. Mi mente no dejaba de atormentarse, de culpabilizarse hasta el extremo de querer morir, de acabar con aquella agonía que me había producido diez
canas prematuras en un par de horas. Recé, supliqué, imploré porque ella apareciera, me daba igual quien escuchara mis lamentos, sólo esperaba que alguien lo hiciera.
Cuando sonó el timbre de la puerta, y entró un policía, el miedo me inmovilizó por completo. El agente me sonrió, eso hizo que me agarrara a su uniforme con desesperación, que llorara hasta que no quedó ninguna lágrima que derramar. El policía aguantó paciente aquel despliegue de tensión que no podía controlar, el temblor de mi cuerpo era tal que el buen hombre sólo pudo sujetarme para que no cayera. La habían encontrado, estaba bien, algo aturdida y no sabía explicar qué había ocurrido.
No volví a ese parque, no podía atravesar sus puertas sin que el temor me recorriera la espina dorsal y, ella nunca quiso más su camiseta roja.
En el segundo que dura un aleteo de mariposa todo cambió.